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Impacto del ejercicio físico en mujeres con cáncer de mama

En las últimas décadas, el conocimiento sobre los beneficios generados por programas de ejercicio físico bien estructurados y planificados ha llevado a los investigadores a interesarse más por este ámbito,

tanto es así, que lo definen como primera terapia no farmacológica para diferentes enfermedades (Luan et al., 2019) como son las cardiovasculares, coronarias, neurodegenerativas, síndrome metabólico, cáncer y diabetes (Pareja-Galeano et al., 2015).

La relación entre ejercicio físico y cáncer se estudió por primera vez en la segunda década del siglo XX, cuando en 1921 se analizó cómo los hombres que trabajaban en el campo tenían menos incidencia de cáncer, comparándolos con aquellos que se mudaban en las ciudades (Sivertsen & Dahlstrom, 1921). Desde entonces, los estudios que demuestran la influencia del ejercicio físico en personas que tienen o han tenido cáncer, se incrementa de forma significativa, constituyéndose como una intervención eficaz y segura a lo largo del continuo de la enfermedad.

El cáncer, entre todas las enfermedades existentes, representa una de las más temidas. Su progresión es exponencial, como se puede verse en la Figura 5, según el informe anual titulado “Las cifras del cáncer en España 2020”, editado por la SEOM, se contabilizaron 18,1 millones de casos nuevos en el mundo en el año 2018 y se estiman 29,5 millones para el año 2040.

Figura 5 incidencia estimada de tumores en la población mundial 2018-2040, ambos sexos

 

Además, a nivel global el cáncer sigue constituyendo una de las principales causas de
mortalidad, con aproximadamente 9,6 millones de muertes relacionadas con tumores en el año 2018, y con una estimación de 16,4 millones en el año 2040 (Figura 6).

Figura 6: número de fallecidos por tumores en la población mundial 2018-2040, ambos sexos

 

Entre todos los diferentes tipos de cáncer, el cáncer de mama representa el segundo tipo
más común en todo el mundo, y el primero entre la población femenina (C. L. Battaglini et al., 2014; Leal et al., 2016). Según el informe de la SEOM, en el año 2019 se diagnosticaron 33.307 nuevos casos en toda España, lo que representa algo más del 30% de todos los 52 tumores del sexo femenino en este país, y se calcula que 1 de cada 8 mujeres españolas tendrás cáncer de mama en algún momento de su vida.

Este tipo de neoplasia es la quinta causa de muerte por cáncer en general, pero asciende al primer puesto en muertes por cáncer en mujeres en países menos desarrollados (324.000 muertes) y segundo en regiones más desarrolladas (198.000 muertes), precedido únicamente por el cáncer de pulmón (Latest world cancer statistics – GLOBOCAN 2012: Estimated Cancer Incidence, Mortality and Prevalence Worldwide in 2012 – IARC, s. f.).

Además, se estima que la supervivencia media relativa tras cinco años es del 89% de forma global, mientras que en España resulta ser superior al 90%. Finalmente, el cáncer de mama constituye un importante problema de salud en España, tanto por su elevada incidencia y mortalidad, como por sus repercusiones físicas, psicológicas y económicas en la población. A pesar de los avances diagnósticos y terapéuticos, su pronóstico sigue dependiendo principalmente de la extensión de la enfermedad en el momento de la detección. De ahí se concluye que conseguir un diagnóstico precoz sigue siendo la mejor vía para mejorar sus posibilidades de curación.

Además de la enfermedad en sí, los tratamientos adyuvantes comúnmente utilizados por este tipo de cáncer producen numerosas secuelas que contribuyen al declive de los sistemas físico, social, emocional y psicológico de las pacientes (C. Battaglini et al., 2006), con cambios a nivel cardiovascular, muscular y endocrino-metabólico, convirtiéndose en una limitación importante a la hora de retomar sus vidas (Casla Barrio et al., 2012). Las consecuencias más comunes debidas a los tratamientos efectuados son: náuseas, pérdida de apetito, pérdida de pelo, depresión, ganancia de peso, dificultad en la respiración, perdida de masa muscular y fatiga (C. Battaglini et al., 2006).

La fatiga relacionada con el cáncer representa uno de los síntomas más comúnmente presentes entre las personas diagnosticadas con cualquier tipo de cáncer que reciben quimioterapia, radioterapia o ambas, e interfiere con las actividades cotidianas disminuyendo drásticamente la calidad de vida (Sánchez, 2013).

Entre todas estas complicaciones, la limitación de la movilidad del hombro se considera una de las principales consecuencias debidas a la cirugía, la cual viene acompañada de comprometimiento y decrecimiento de la función del miembro superior (Petito et al., 2012), provocando dolor o fibrosis del hombro, que pueden manifestarse no solo en el inmediato postoperatorio, sino también algunos años después (Leal et al., 2016; Neto et al., 2018).

Tras recibir el diagnóstico de cáncer, por la cirugía, los tratamientos adyuvantes y las secuelas que estos provocan, las pacientes tienden a reducir la actividad física (Casla Barrio et al., 2012; Moros et al., 2010), incrementando así la fatiga, la pérdida de masa muscular, la descalcificación ósea y la consecuente perdida de la fuerza general, comprometiendo la calidad de vida (C. Battaglini et al., 2006; Casla Barrio et al., 2012).

Los niveles de actividad física practicados antes y/o después del diagnóstico, también influyen de manera significativa en la mortalidad. Según el estudio de Irwin et al. (2008), quien practica más de 9 MET/h/sem antes del diagnóstico, comparándolo con mujeres inactivas, tiene el 31% menos de riesgo de mortalidad, valor que sube hasta un 67% cuando estos niveles de actividad se practican después del diagnóstico y durante 2 años.

En otro estudio del 2005 se analizó la supervivencia en mujeres que realizaban actividades que supusieran esfuerzos mayores a 9MET/h/sem. Ello suponía entre un 97% y 92% a los 10 años, mientras que en mujeres que realizaban actividades menores a 3 MET/h/sem, mostraron entre un 93% y 86% respectivamente (Holmes et al., 2005).

Así pues, podemos concluir que, la práctica de ejercicio físico pautado y estructurado dentro de un programa de entrenamiento correctamente planificado representa una estrategia relevante para lograr mejoras no solo en el ámbito fisiológico si no que mejorando la función cardiorrespiratoria, la composición corporal, la fuerza, los niveles de fatiga y la depresión (C. Battaglini et al., 2006; Moros et al., 2010), y en los aspectos de carácter psíquico y socio-emocional (Casla Barrio et al., 2012; Ramírez et al., 2017), sino también en la calidad de vida, la mortalidad y la recidiva de las pacientes (Casla Barrio et al., 2012; Holmes et al., 2005; Irwin et al., 2008).

A la hora de decidir qué tipo de ejercicios proponer en un programa de intervención con pacientes con cáncer de mama, resulta útil una revisión del 2014 (C. L. Battaglini et al., 2014) en la cual se muestra como, a partir de 1989, se ha pasado de un entrenamiento
focalizado en la práctica de actividades aeróbicas a un entrenamiento combinado de actividades cardiovasculares y de fuerza, con un enfoque especifico en la parte neuromuscular (Fuerza), de la cual no se conocían con exactitud los enormes beneficios que genera en este sentido.

José Aurelio Moyano González
Licenciado en ciencias de la actividad física
Especialista en ejercicio físico y cáncer (IPEFC)
Colegiado nº57.622

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